*Por la Encarnación del Verbo, la naturaleza divina veló su gloria al revestir la “forma servi” (Cf Flp 2, 6-11) A partir de la Resurrección, en cambio, la naturaleza humana se despoja de la “forma servi”, descubriendo la “forma Dei”.
Esta
gloria del Verbo, a pesar de estar velada por la carne, se manifestó
antes de la resurrección en diversas ocasiones, según el testimonio de
los Evangelios.
Un caso significativo es la Transfiguración del Señor en el monte Tabor.
Allí
la gloria se manifiesta en su mismo cuerpo que aparece “vestido
luminoso de la divinidad”, comparable a su apariciones posteriores a la
Resurrección. Como si la luz de su naturaleza divina traspasase la
opacidad del cuerpo humano del Redentor.
San
Juan Damasceno enseña que el Verbo, al encarnarse, no perdió el
esplendor de su divinidad, sino que la veló por amor a los hombres. Se
podría decir que el verdadero milagro fue el ocultamiento de su gloria.
El
Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña (Nº 115 y ss.) que la
Encarnación del Hijo de Dios inauguró una nueva “economía” de las
imágenes.
“En
otro tiempo, Dios, que no tenía cuerpo ni figura, no podía de ningún
modo ser representado con una imagen. Pero ahora que se ha hecho ver en
la carne y que ha vivido con los hombres, puedo hacer una imagen de lo
que he visto de Dios… con el rostro descubierto contemplamos la gloria
del Señor” (S. Juan Damasceno, imag, 1,16)
“Se transfiguró delante de ellos: su rostro resplandeció como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la nieve” (Cf Mt 17,2; Mc 9,3; Lc 9,29)
En el Tabor, la verdad encarnada resplandece con extraordinaria belleza.
Aquí
se concreta de la forma más elevada posible la clásica definición de
Platón, asumida luego por el Aquinate, según la cual la belleza es el “resplandor de la verdad”.
Dostoievski decía que “no hay ni puede haber nada más hermoso y perfecto que Cristo” y también que su naturaleza humana era “la imagen positivamente, absolutamente bella”.
Su
personalidad es reflejo de la gloria del Padre. Pero el aspecto
exterior de Jesús, sus rasgos, parece difícil de rastrear en los
Evangelios y en los escritos de los Apóstoles: su preocupación básica es
el Cristo glorioso, Hijo de Dios y Redentor y la clara afirmación de su
verdadera Humanidad.
Cuando
hablamos de la creación del universo y éste ser un efecto que no
“queda” en el agente o causa, accedemos al ámbito de las operaciones “ad
extra” de Dios. Son operaciones comunes a toda la Trinidad, que en éste
caso es comunicación y donación del ser constituyendo una realidad
distinta de sí.
Al
hacer donación de sí, regala la existencia en la acción creadora,
comunica su infinita bondad que, como tal, tiene a entregarse
máximamente.
Esta
nueva entidad, lleva en su misma constitución la impronta de su Hacedor,
y por lo tanto encontramos en ella vestigios trinitarios: “todas
estas cosas, creadas por el arte divino, manifiestan en sí cierta
unidad, belleza y orden. Hay en todo esto unidad, ya se trata de
naturalezas corpóreas, ya de las facultades anímicas; poseen algún grado
de belleza, como las figura y cualidades de los cuerpos o las ciencias y
el arte en las almas; y tienen cierto orden, como se observa en los
pesos y la posición de los cuerpos, en los amores y los placeres del
alma. Conocemos al Hacedor por las creaturas y descubrimos en éstas una
cierta y digna proporción, el vestigio de la Trinidad. Es en esta
Trinidad suma donde radica el origen supremo de todas las cosas, la
belleza perfecta, el goce completo” (S. Agustín, De Trinitate)
BERNINI |
Santo
Tomás distingue dos tipos de imágenes: la que está en algo de la misma
naturaleza y la se encuentra en algo de otra naturaleza.
“De
la primera manera, el Hijo es la imagen del Padre; de la segunda, el
hombre es llamado imagen de Dios. Y para indicar la imperfección de la
imagen en el hombre no se dice simplemente que es imagen de Dios, sino
que es a su imagen, por donde se significa cierto movimiento que tiende a la perfección.
En cambio del Hijo de Dios no se puede decir que sea a imagen, porque El es la perfecta imagen del Padre” (S. Th. I, q 35, 2)
De
allí que si el Padre se complace en los hombres, es porque en ellos
encuentra reflejado al Verbo, y de ese modo se complace siempre, en
última instancia en su Imagen natural.
Facultad exclusiva de la especie humana es la creación artística.
El artista es capaz de hacer existir una nueva realidad, no ex nihilo, como Dios, pero sí totalmente original.
A partir de lo que en la filosofía del arte es llamada forma germinal, en la mente del artista, éste produce un nuevo ser autónomo que es la obra de arte concre, libremente concebida, como expresión reflexiva de la belleza bajo una forma sensible (Cf. “Arte y escolástica”, de J. Maritain)
La
clase de existencia que el artista otorga a su obra presupone siempre
su propia existencia, que a diferencia de la de Dios es “recibida”…
A
su manera, la creación artística constituye una importante contribución
a la naturaleza, ya que incorpora una serie de seres que no se
encuentran en ella, objetos cuya existencia, esencia y estructura se
justifican por el placer de aprehenderlos.
Lo bello – aquello cuya captación place-, es solamente para ser bello sin ninguna otra utilidad.
La belleza, el arte y la liturgia no pertenecen al reino de lo útil.
El artista ama su obra con un amor tan personal como si fuera su hija, pensando que no morirá del todo, perviviendo en la belleza formal que logró imprimirle, le deja “la mitad de su espíritu”.
Dejó una ventana abierta al absoluto, según Pío XII, para quien la función del arte es “romper
el círculo estrecho y angustioso de lo finito en el cual el hombre está
encerrado mientras vive acá abajo, y abrir como una ventana a su
espíritu para que aspire a lo infinito”.
Concordamos
con Maritain para quien el arte cristiano se define por el sujeto en
quien se da y por el espíritu de donde procede; se dice arte cristiano o
arte de cristiano, como se dice arte de abeja o arte de hombre.
Es el arte de la humanidad redimida. No puede un árbol bueno producir frutos malos; si somos, o al menos devenimos (como
diría Castellani) cristianos, el fruto artístico será siempre
cristiano, porque de la grandeza de la forma, que proviene del lado del
espíritu, hablará la expresión sensible.
Claro,
que no debemos creer que las buenas intenciones morales suplirán a la
calidad de la técnica o de la inspiración y son suficientes para
ejecutar una obra. Esto sería una falta contra la gratuidad de toda
producción artística.
No estará de más recordar los ingredientes de la belleza, señalados por el Angélico:
“En
primer lugar la integridad, o perfección; pues la cosas que están
disminuidas, por eso mismo son defectuosas. Además la debida proporción,
o sea consonancia. Y por último la claridad: por lo cual las cosas que
tienen colores nítidos se dice que son bellas” (S.Th. I q 39 a 8)
Según Sertillanges, todo artista que abordare un asunto de fe, debiera tener en cuenta:
1)
Una justa idea de los que es el dogma. Nada peor que una pálida
aproximación. Piénsese, por ejemplo, que hasta el siglo XV no aparecen
errores doctrinales en las reproducciones artísticas.
2)
El artista no debe desdoblarse en artista y cristiano.
Artista-cristiano de una sola pieza. La idea cristiana debe dominar sus
facultades.
3) Debe desechar de sus producciones todo elemento hostil a la idea que ha intentado reproducir.
A esta altura de nuestra exposición ubiquemos al arte sacro.
El
arte sacro, ya se ve es arte cristiano, y no todo arte cristiano es
sacro, pues aunque su inspiración sea religiosa, no necesariamente ha de
ser de hecho incorporado a un uso sagrado o decorar una iglesia.
En otro lugar se ha hablado de la finalidad de la destinación del arte sacro.
Si
hemos dicho que el arte es una sobreabundancia gratuita de la riqueza
interior del ser humano, el arte sacro llevará al hombre, como reflujo, a
la adoración, a la oración y al amor de Dios.
No es que el arte tenga eficacia ex opere operato
en nuestra vida religiosa: Dios no ha vinculado la verdad y la gracia a
una expresión artística. Pero es un valiosísimo auxiliar –como la
belleza litúrgica- ut lyra Christus. Recordemos cómo la belleza
del culto católico ha sido de influencia decisiva en la conversión de
muchos. Baste leer, por ejemplo, en las Confesiones de S. Agustín
el relato de su estremecimiento con los cánticos en el templo y también
las conmovedoras páginas de Paul Loewngar.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que “El
arte sacro es verdadero y bello cuando corresponde por su forma a su
vocación propia: evocar y glorificar, en la fe y la adoración, el
Misterio trascendente de Dios, Belleza sobre eminente e invisible de
Verdad y de Amor, manifestado en Cristo… belleza espiritual reflejada en
la Santísima Virgen Madre de Dios, en los Ángeles y en los Santos” (cf 2502)
Estas
son pautas de legitimación y parámetros de juicio que ya había
recordado la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del último Concilio
Vaticano: “por eso los obispos deben personalmente… vigilar y
promover el arte sacro… y apartar con la misma atención religiosa de la
liturgia y de los edificios de culto todo lo que no está de acuerdo con
la verdad de la fe y la auténtica belleza del arte sacro” (S.C. 122-127)
Recordaba el Cardenal Ratzinger: “La
única apología verdadera del cristianismo puede reducirse a dos
argumentos: los santos que la Iglesia ha elevado a los altares y el arte
que ha surgido en su seno.
El
Señor se hace creíble por la grandeza sublima de la santidad y por la
magnificencia del arte desplegadas en el interior de la comunidad
creyente, más que por los subterfugios que la apologética ha elaborado
para justificar las numerosas sombras que oscurecen la trayectoria
humana de la Iglesia. Si la Iglesia debe seguir convirtiendo, y, por lo
tanto, humanizado el mundo, ¿cómo puede renunciar en su liturgia a la
belleza que se encuentra íntimamente unida al amor y al esplendor de la
Resurrección? No, los cristianos no deben contentarse fácilmente; deben
hacer de su Iglesia hogar de la belleza –y, por lo tanto de la verdad-,
sin la cual el mundo no sería otra cosa que la antesala del infierno” (Cf. “Informe sobre la Fe”)
Más
adelante comenta el Cardenal de un eminente teólogo, uno de los líderes
del pensamiento posconciliar (cuyo nombre calla por prudencia), que le
confesaba, sin empacho alguno, que se sentía un bárbaro en materia de arte.
“Un teólogo que no ama el arte, la poesía, la música, la naturaleza, puede ser peligroso. Esta ceguera y sordera para lo bello no es cosa secundaria; se refleja necesariamente también en su teología”, concluía.
Lo
que hace al artista, no es el artista; son los que oran. Y los que oran
no obtienen otra cosa que lo que piden… El arte sacro es una
consecuencia de la oración.
Muchos
artesanos del Medioevo estaban guiados por monjes o ellos mismos lo
eran. Y ya no sabemos si es un monje el artesano o u artista que para
contemplar la Suma Belleza, ha elegido la libertad de un claustro.
Decía
Miguel Ángel del Beato Angélico que fue preciso que Dios arrebatase al
mismo cielo a este fraile para hacerle ver el modelo de sus imágenes
saturadas de sacralidad…
Por
más paganizantes que puedan parecernos los artistas del Renacimiento,
seguían embebidos de la Fe. Cercanos a la Edad Media tumultuosa y
apasionada, pero heroicamente cristiana, mantuvieron pura la fe, cuya
profunda marca sobre nuestra civilización no han podido borrarla los
posteriores siglos de cultura “antropocéntrica”.
Igual se produciría, inevitable, la ruptura entre la Fe y las facultades de la imaginación y la sensibilidad.
El
jansenismo despojará al espíritu de la carne, con nefastas
consecuencias no sólo en el arte, sino en la espiritualidad y la vida
cristiana.
El gótico tenía por objeto representar
ingenua y cándidamente los hechos concretos y las verdades históricas
de la Fe a los ojos de la muchedumbre, como una gigantesca Biblia que se
despliega en catequesis de piedra, luz y vidrio.
El arte posterior al Concilio de Trento, impropiamente llamado “barroco”, tendrá como objetivo mostrar
con estrépito, elocuencia, grandiosidad y a menudo con el patetismo más
emocionante ese espacio vacante, dispuesto a una posible manifestación
apoteósica de la teología.
No
olvidemos que la Teología, en su cúspide más alta –la doxología- y
también la mística, no se exime del barroquismo, por la intrínseca
limitación de nuestro pensamiento y nuestra palabra: Dios es inefable.
Lo que logramos expresar de Él, lo hacemos por acumulación de negaciones y afirmaciones…
Podríamos, entonces decir, que el gótico ha sido el arte de la cristiandad y el barroco el de la catolicidad.
RUBENS |
Creo
que, en tanto que aquel no conoció en su momento las divisiones en la
sólida unidad de la Fe, éste fue una reacción al protestantismo que
vació de humanidad y sobrenaturalidad el misterio de Cristo: un horror
al vacío luterano de la sola fides y la sola Scriptura.
Extraigo algún párrafo de unas cartas de Marie-Charles Dulac: “Hay
algo que yo desearía y por lo cual ruego: que todo lo que es bello sea
traído de vuelta a Dios y sirva para alabarlo. Todo lo que vemos en las
criaturas y en la creación, todo debe serle devuelto, y lo que me aflige
es ver a su Esposa, nuestra Madre, la Santa Iglesia, ornada de
horrores. Es tan feo todo lo que manifiesta exteriormente, a ella que
por dentro es tan bella; todos los esfuerzos se encaminan a hacerla
grotesca; su cuerpo ha sido desde el comienzo entregado desnudo a las
fieras; después los artistas pusieron toda su alma en adornarla, mas
luego la vanidad y por último la industria se mezclaron en esto y así
disfrazada se la entrega al ridículo. Que es otro género de fiera, menos
noble que un león y más malo…” (25-VI-1897)
Para
quien se atreva a mirarlo de frente, mucho arte sacro actual exhibe
todos nuestros pecados: debilidad, indigencia, timidez de a fe y del
sentimiento, sequedad del corazón, disgusto por lo sobrenatural.
Pero sin embargo, el alma en el interior permanece viva, infinitamente dolorosa, paciente, y a la espera.
El
sentido de lo sobrenatural nos hará redescubrir la legítima emoción
religiosa que provoca el arte sacro y que los primitivos supieron captar
y transmitir.
Alabad al Señor con maestría.
No hay detalle que no pueda ser objeto de arte. Los detalles más
pequeños de la crestería de una catedral gótica estaban hechos para que
sólo Dios los viera desde Su altura.
El gusto artístico, la sensibilidad por el arte, deben ser educados.
Las
obras de arte no fueron realizadas para ser expuestas en un museo o ser
ejecutadas en auditorios, fuera del ámbito que les es propio. Este arte
debe ser devuelto al Altísimo, a la Belleza misma.
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