San Francisco contemplando la Cruz.
Oleo sobre tela.
2016.
*Afirmaba rotundamente que el religioso debe
desear, por encima de todas las cosas, la gracia de la oración; y,
convencido de que sin la oración nadie puede progresar en el servicio
divino, exhortaba a los hermanos, con todos los medios posibles, a que se
dedicaran a su ejercicio. Y en cuanto a él se refiere, cabe decir que
ora caminase o estuviese sentado, lo mismo en casa que afuera, ya trabajase o
descansase, de tal modo estaba entregado a la oración, que
parecía consagrar a la misma no sólo su corazón y su
cuerpo, sino hasta toda su actividad y todo su tiempo.
No dejaba pasar por alto ninguna visita del
Espíritu. Cuando, estando en camino, sentía algún soplo
del Espíritu divino, se detenía al punto dejando pasar adelante a
sus compañeros. Muchas veces se sumergía en el éxtasis de
la contemplación de tal modo, que, arrebatado fuera de sí y
percibiendo algo más allá de los sentidos humanos, no se daba
cuenta de lo que acontecía al exterior en torno suyo.
Y como había aprendido en la
oración que el Espíritu Santo hace sentir tanto más
íntimamente su dulce presencia a los que oran cuanto más alejados
los ve del mundanal ruido, por eso buscaba lugares apartados y se
dirigía a la soledad de los bosques y de las montañas o a las
iglesias abandonadas para dedicarse de noche a la oración. Allí
sostenía frecuentes y horribles luchas con los demonios, que se
esforzaban por perturbarlo en el ejercicio de la oración. Él
empero, cuanto más duramente le asaltaban los enemigos, tanto más
fuerte se hacía en la virtud y más fervoroso en la oración
diciendo confiadamente a Cristo: «A la sombra de tus alas escóndeme
de los malvados que me asaltan». Y así hasta que los demonios, no
pudiendo soportar semejante constancia de ánimo, se retiraban llenos de
confusión.
Cuando el varón de Dios quedaba solo
y sosegado, llenaba de gemidos los bosques, bañaba la tierra de
lágrimas, se golpeaba con la mano el pecho, y, como quien ha encontrado
un santuario íntimo, conversaba con su Señor. Allí
respondía al Juez, allí suplicaba al Padre, allí hablaba
con el Amigo, allí también fue oído algunas veces por sus
hermanos, que con piadosa curiosidad lo observaban, interpelar con grandes
gemidos a la divina clemencia en favor de los pecadores, y llorar en alta voz
la pasión del Señor como si la estuviera presenciando con sus
propios ojos.
Allí lo vieron orar de noche, con
los brazos extendidos en forma de cruz, mientras todo su cuerpo se elevaba
sobre la tierra y quedaba envuelto en una nubecilla luminosa, como si el
admirable resplandor que rodeaba su cuerpo fuera una prueba de la maravillosa
luz de que estaba iluminada su alma.
*« SAN BUENAVENTURA Leyenda Mayor»
(=LM).
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