sábado, 21 de abril de 2018

Mujer con candela (Georges de la Tour)
Oleo sobre tela.
45 x 37 cm.
2015.

“La espera es el período que precede a la segunda venida del Salvador; 
su venida es la Parusía gloriosa; el festín de la felicidad del Reino de los cielos...
Los fieles que no están preparados a la venida de Cristo serán eliminados de la beatitud parusíaca... El momento de la Parusía es capital... y hay que tener siempre a mano la provisión de aceite” (Pirot). 
En efecto, la lámpara sin aceite es la fe muerta que se estereotipa en fórmulas (15, 8). La fe viva, que obra por amor (Gálatas 5, 6), es la que produce la luz de la esperanza que nos tiene siempre en vela; lo que no se ama no puede ser esperado pues no se lo desea. San Pedro enseña que esa lámpara o antorcha con que esperamos a Jesús en estas tinieblas es la esperanza que nos dan las profecías hasta que amanezca el día cuando Él venga (II Pedro 1, 19). David enseña igualmente que esa luz para nuestros pies nos viene de la Palabra de Dios (Salmo 118, 105), la cual, dice San Pablo, debe permanecer abundantemente en nosotros, ocupando nuestra memoria y nuestra atención 
(Colosenses 3, 16), para que no nos engañe este siglo malo (Gálatas 1, 4).
 El sueño —que no es aquí reproche, pues todas se durmieron—representa, dice Pirot, lo imprevisto y súbito de la Parusía, de modo que la lámpara de nuestra fe no se mantendrá iluminada con la luz de la amorosa esperanza, si no tenemos gran provisión del aceite de la palabra, que es lo que engendra y vivifica la misma fe (Romanos 10, 17).
 Mons. Juan Straubinger.

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